Por Fran Carrillo, @francarrillog Consultor político y asesor de comunicación. Director de La Fábrica de Discursos.

Era el año 1991. En el patio principal de la Facultad de Derecho de Harvard, un joven afroamericano tomaba la palabra para defender a un profesor que estaba sufriendo injustamente el racismo que aún pervivía en las mentes de muchos americanos. Con la mano en el bolsillo y ante la mirada del damnificado y de sus compañeros, apeló con elocuencia a la necesidad de superar barreras, con la convicción alta y la frente limpia. Diecisiete años después, ese joven abogado se convertiría en el presidente número 44 de la historia de los Estados Unidos. Entre medias, dos libros escritos, un breve paso por la docencia en Chicago y, finalmente, su entrada en política como senador.

Ya se ha hablado suficiente de lo que supuso para Obama aquel encuentro con Jon Favreau mientras preparaba entre bambalinas el discurso de telonero de John Kerry para la presidenciales de 2004. En aquella sugerencia de modificar una frase y sustituirla por otra se estaba gestando la poesía política que durante varios años ha sublimado la comunicación como no se recuerda en la historia contemporánea.

Porque Obama fue un comunicador que se hizo político, un activista reconvertido en orador por la causa (y sus causas). Fue un tipo de puntos suspensivos, de opiniones sin indiferencias, el hombre que rompió tabúes a contracorrriente y alteró la forma de contar las cosas en política. Ya nada será igual después de su paso por la Casa Blanca. Nos hechizaba con discursos bien leídos, consecuencia de su afición por la lectura y por referentes nacionales e históricos que ya han pasado a formar parte del imaginario de todos. Escuchar apelaciones a los Padres Fundadores, a reverendos que contagiaron de retórica luchadora por los derechos civiles a sus comunidades, a presidentes que consiguieron cambiar el rumbo del país, nos ha familiarizado con esa idea mayor de que las palabras pueden, deben y saben cambiar el mundo, de que un mensaje a tiempo provoca el mismo impacto que un proyectil en hora.

David Kusnet fue el director de discursos de Bill Clinton entre 1992 y 1994, la persona que perfiló la oratoria improvisada del hombre de Arkansas. Desde su pericia en la creación de marcos visuales, Kusnet es una autoridad a la hora de tomarle el pulso a los discursos de cada inquilino del Despacho Oval. Califica de orador en jefe a Obama por su habilidad en insertar la tradición retórica del país en sus intervenciones. «Obama no habla inglés, habla estadounidense», sostiene, como también hablaban al pueblo Mark Twain, Faulkner, Kerouac o Hemingway, escritores de honda raigambre popular. Obama ha hecho de la mesurada lectura de sus discursos una manera de ver el mundo a través de un prisma pasado. Porque el futuro no se construye en fase REM, sino en modo retrovisor. Y esa es precisamente una de las virtudes que Obama posee en sus intervenciones: su habilidad para asociar sus palabras a sus experiencias. Cada mensaje tiene un ancla en el pasado, bien por vivencias personales o por protagonistas heroicos que marcaron el devenir del país. Mientras se preparaba para competir contra Hillary Clinton por la nominación demócrata de 2008, recordaba sus inicios en Chicago como trabajador comunitario, el origen obrero de su mujer, Michelle, o sus raíces de inmigrante cosmopolita. La persuasión que no busca patrones de identificación no es buena persuasión, sino un contrasentido.

Reverendo Barack

En un país en el que la retórica nació con el deseo de los curas protestantes de expandir y difundir su trabajo canónico, era evidente que muchos presidentes usarán la técnica del sermón para cautivar y seducir a las masas. Obama ha sido, quizá, el mejor exponente de esta deriva. Sus discursos son, efectivamente, como sermones, estructurados para buscar ese nexo de unión con la audiencia que le hace granjearse la atención desde el primer minuto. Usa en sus secuencias una estrategia de desafío constante: viajes desde el problema a la solución, retos que obligan al ciudadano a visualizar de dónde vienen y adonde quieren llegar. Una aproximación a sus deseos, necesidades y constantes vitales que impulsan al receptor a acompañar la idea o proyecto que les quiere compartir.

No exageramos si afirmamos que Obama fue un orador de efectos y afectos. Los que provocaba con su elocuencia, lo que generaba con su asertividad. Capaz de humanizar tanto su alegato que ha hecho de la emoción un modo de vida y no un medio para ese fin de activismo social permanente que tanto gusta a sus seguidores. Personaliza sus mensajes hasta la saciedad, buscando el punto de encuentro que equilibre el postureo y la sinceridad, con la sonrisa blanca por bandera, con la mirada humedecida de unidad buscada. Es un magistral dominador de los tiempos del discurso, porque sabe que lo sentimental es más poderoso cuando el silencio determina la palabra.

Sus dos mandatos nos dejan una gran cantidad de intervenciones didácticas, por los valores que transmitía, por las enseñanzas recogidas en personajes a los que admiraba por lo que significaron en un momento histórico y por el cambio que sus políticas provocaron y de las que él es deudor. Obama, ese diplomático del buen rollo, ha pretendido cambiar el mundo con eslóganes poderosos y teleprónteres trabajados. Indirectamente ha infundido en la clase política la necesidad de cuidar su lenguaje y sus gestos, su vestimenta emocional y su porte discursivo.

Valores políticos. Política que vale

Con su discurso de Chicago, el día de la victoria, nos enseñó que la metáfora en política es determinante. Crea el lenguaje visual que muchos retienen cuando toman decisiones ulteriores. En Selma, donde se conmemoraba el 50º aniversario de las marchas por los derechos civiles que encabezaba Martin Luther King, aprendimos que crecemos cuando toleramos, que son los otros quienes más nos descubren sobre nosotros mismos, porque nos definimos por la reacción ante la causa ajena. Obama tuvo en el reverendo a un referente esencial en una América que seguía mirando de reojo al prejuicio racial. No obstante, en sus ocho años como Presidente habló poco sobre este hecho, algo que muchos colectivos le recriminaron.

Con su discurso en el Gran Teatro de La Habana, el 16 de marzo de 2016, comprobamos cómo la oratoria puede conciliar allá donde la política sólo construyó diques de contención. Con su habitual dominio de la anáfora, Obama se plantó ante los cubanos que le esperaban impaciente y les dijo:

«He venido aquí para enterrar los últimos vestigios de la Guerra Fría en las Américas. He venido aquí para extender la mano de la amistad al pueblo cubano».

Ese discurso del deshielo, como muchos analistas bautizaron a aquella intervención, ya en el ocaso de su segundo mandato, reflejaba la capacidad que debe tener todo orador que se precie en hablar el lenguaje del otro, en buscar esa alteridad de la que hablaba Todorov en sus ensayos y que nos define como civilización frente a la barbarie.

Tres discursos que, junto a muchos otros, ejemplifican valores y virtudes como la escucha, tolerancia, empatía o la firmeza. Con Obama se va el hombre que hizo más comunicación política que política, que provocó más fotos que cambios. Supo sacar fruto de las nuevas herramientas que la tecnopolítica le proporcionaba, conformando ese mensaje multicanal que hizo de @POTUS la cuenta más seguida y atendida del momento. Implantó la necesidad de acercarse al ciudadano como mantra de aplicación periódica, ayudado por la fotopolítica de Pete Souza, quien hizo de cada «robado» del presidente, su mejor estrategia de venta personal y presidencial. Obama nos deja un álbum de imágenes para la posteridad, confirmando lo que muchos hemos visto en él. Alguien cuyas ideas quedan mejor en un libro que en un parlamento, que crecen en el oído antes de diluirse en una realidad discutible en el fondo.

Aunque no todos creen en la eficacia de sus discursos, como sucede con Charles Crawford, quien fuera embajador de Reino Unido en diferentes etapas, que considera la oratoria de Obama como «buena para hacer campaña, pero poco efectiva cuando se analiza la sustancia de sus discursos. Apenas hay ideas interesantes o medidas específicas que puedan debatirse». No es una opinión ni un criterio aislado, porque no son pocos los que critican el envoltorio del equipo del anterior presidente norteamericano, empezando por quien esto escribe.

Pero si nos atenemos a las normas retóricas, a su capacidad para comprender y aplicar registros de elocuencia compartida, de penetrar en corazones ajenos, sin duda estamos ante el hombre que ha roto los patrones de la comunicación política tal y como la entendíamos, adaptado a los contextos que ya existían y reinventando otros. El legado de Obama serán sus frases, convertidas en eslóganes inmortales, en mensajes de réplica eterna que traspasarán los muros del olvido para volver a replicarse con fuerza cada vez que alguien nos diga que no podemos hacerlo.

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